El camino de Sakura
La mayoría de documentales de la serie Proyecto X, por no decir todos, de la televisión japonesa, tratan temas que asombran e inspiran, por la calidad de los valores humanos que refleja. El más reciente que tuve la oportunidad de ver se llamaba “El camino de Sakura”, (Sakura es el nombre del árbol de Cerezo, en Japonés), que era la historia de la reubicación de un árbol de cerezo de su sitio original, en una villa situada en un valle, a un lugar más alto, para preservarlo de la construcción de un dique en un río, en la década de los 50, del siglo pasado.
Lo interesante de la historia no fueron las dificultades que tuvieron que enfrentar para trasladar el delicado árbol de 40 toneladas y 400 años de edad, sino las circunstancias que determinaron su traslado. Ciertamente, fue interesante poder entender la naturaleza técnica del problema, pues no podían dañarlo en lo más mínimo puesto que el Cerezo es un árbol demasiado delicado, mucho más que la mayoría del resto de árboles en todo el mundo.
El árbol de Cerezo es uno de los símbolos más representativos de la cultura del pueblo japonés, a pesar de no ser un símbolo oficial. Difícilmente el Maquilishuat tiene el mismo significado y valor para un salvadoreño que el cerezo lo tiene para un japonés, a pesar de que la belleza de la flor del primero es conmovedora. Sin ánimo de ser simplista, la razón de esta diferencia de valores es la cultura japonesa, en contraste con la cultura salvadoreña. La primera es coherente y continua a través de los siglos, al contrario de la nuestra, que aún nos cuesta identificarnos como pueblo y nación.
La historia de “El camino de Sakura” es la historia de la preservación de la identidad de un pueblo, de un caserío. Viviendo desde hacía más de cuatro siglos en el valle, el progreso arrasaría su historia. La construcción de una represa, necesaria para la producción de energía de un país salido de las ruinas de la segunda guerra mundial, era prioritaria y se anteponía a los intereses de la humilde villa.
Un jardinero de la villa, nos dice el documental, había tenido la idea de sembrar cientos de árboles en honor de los muchachos caídos en la guerra, como Kamikazes voluntarios. Un Cerezo por un piloto. Así planto un bosque. Todos haciendo compañía al viejo Cerezo del pueblo, de más de 20 metros de altura y que todos saludaban con reverencia. El viejo Cerezo era el mudo testigo de alegrías y penas, de nacimientos y muertes, del paso del tiempo en esa villa en lo profundo del valle.
Ese mismo jardinero se vio motivado a salvar el Cerezo. Ya antes lo habían intentado un ex ministro y un científico, pero desistieron al considerar que era arriesgado. Con la ayuda del pueblo y con la ayuda de los trabajadores de la represa, admirados por el respeto del pueblo hacia ellos mismos, causantes de la inundación de sus tierras, el Cerezo se traslado 50 metros arriba del valle. La historia está bien documentada y es interesante, pero más interesante y asombrosa es la motivación de la gente del pueblo.
Ésta se dispersó por todo Japón, cuando la represa se construyó. El nieto del jardinero que movió el cerezo aún cuida del viejo árbol. Y todos los años, de todo Japón, regresan los habitantes del pueblo inundado a rendir tributo a su viejo árbol, a identificarse con él, con su tierra y su cultura. Cantan, lloran, bailan, se reconocen como miembros de una misma tierra y cultura, pese a que fueron desarraigados. El árbol, con sus flores, representa la vitalidad de Japón y su gente.
A mi me lleva a cuestionarme sobre las raíces de nuestro pueblo. Me entristece que aún no nos demos cuenta de que podemos ser un pueblo; pero no lo somos, no vemos a nuestros vecinos, a nuestro prójimo, como parte de nuestra propia e individual historia. Esta es nuestra tragedia.
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